Escritores venezolanos. Conversando y Escribiendo

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lunes, 26 de noviembre de 2007

EL HOMBRE DE LA MULITA




El sitio no era cómodo. Las alimañas subían por su cuerpo y sentía el monótono e insistente canto de los zancudos en cada momento. Se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente. Estaba acostumbrado a esas incomodidades cada vez que se iba al monte a esconderse de la recluta y en sus frecuentes viajes de cacería, en busca del sustento de la familia. Sus pensamientos y preocupaciones se centraban en Marisela. Juró que hasta ese día llegaría todo ese enredo. Era un buen sitio y la noche estaba de su parte.

Cabalgando en Enamorado y las riendas de la mula atadas a la cola del mismo, silbando su tonada favorita el coronel JOB se adentró en la noche; sus lascivos pensamientos, impregnados de aquella joven mujer y dirigiéndolo como hipnotizado hacia la casa motivo de su lujuria. La mula, negra como la noche misma, curiosamente pequeña, con su paso nervioso y apurado parecía presentir lo que sucedería. Cuando el coronel silbaba esa tonada, ella siempre terminaba con un liviano y perfumado cuerpo sobre sus lomos.

Los campos de guerra ya eran cosa del pasado, los tantos muertos que pesaban en su espalda no le traían el mínimo cargo de conciencia. Así, matando y poniendo a prueba su osadía, había ganado su título en las guerras intestinas que habáin asolado al país. Ahora tendría unos cincuenta y tantos años, un bigote grueso cubría parcialmente una cicatriz en el labio superior; su figura sobre el caballo lucia imponente a pesar de la edad y del abultamiento de su estómago sobre el impecable uniforme.

Siempre lo había hecho, pero ahora, en tiempos de paz, se dedicaba casi exclusivamente a su pasatiempo favorito: seducir jovencitas, preñarlas y luego abandonarlas a su suerte. Según dicen las malas lenguas, la cicatriz en los labios se la hizo un marido celoso por allá por los lados de oriente y por ello, ahora, se dedica sólo a muchachitas. Él dice que fue en la batalla de El Guapo. En su único matrimonio tenía tres hijas, ya casanderas, a quienes no permitía ni asomarse a las ventanas; su esposa hacía varios años que había desaparecido y, como en todas las cosas de él, en extrañas circunstancias; además, se decía que tenía más de cincuenta hijos naturales y que nunca se preocupaba en averiguar si las jovencitas que seducía pudieran ser de su descendencia. Siendo la primera autoridad de la región y precedido por su fama de crueldad, nadie se atrevía a reprimirle sus perversidades. Según cuentan en uno de esos pueblos, en una ocasión el cura tuvo la osadía de denunciarlo en uno de sus sermones. Más nunca se supo de él.

Al llegar al arroyo detuvieron el paso. Una voz como salida del cielo retumbó en la oscuridad, poniendo en vuelo a los alcaravanes que, furibundos, comenzaron su canto de ira, haciendo silenciar sapos y ranas e interrumpiendo la amorosa y mágica sinfonía de los grillos.

-¡Coronel José Olegario Bolaños !

-¿Qué pasa coño? por instinto se llevó su mano derecha a la cartuchera del revolver.

-¡Alto! ¡No se mueva nojoda! Sin esperar respuesta se vio un fogonazo y luego se escuchó como un estruendo apocalíptico en la soledad de la noche.

¿Sabes con quién te estás metiendo? No creía que alguien tuviese el valor suficiente para enfrentarlo. Tuvo la sensación de estar cayendo poco a poco, muy lentamente, como esa gota de agua que nace del rocío, quieta y cristalina en la flor de la mañana; sin embargo, el disparo lo había arrancado de la montura del caballo. Por su mente comenzaron a pasar, con mucha rapidez, infinidad de imágenes, instantáneas de su agitada vida. No tenía la certeza de estar hablando o pensando, mucho menos de que estaba herido de muerte.

-¿Qué será ese dolor en el centro del pecho y esa luz brillante que ciega mis pupilas?

Los ojos más hermosos que había visto estaban en aquella hembra; tenían el misterio de toda mujer nueva, intocada. Fragancia de jazmines en sus cabellos y todas las tentaciones imaginables ocultas por el encanto de sus vestiduras. Juré por mi honor que esa mujer tenía que ser mía y si la familia quiere arrecharse, bueno ¡Que se arreche! Son sólo cuatro mujeres y un pelao que no jode a nadie.

-¿Qué será ese dolor en el centro del pecho y esa luz brillante que…

Juan Vicente revisó la escopeta, colocó un cartucho nuevo y salió del tupido matorral como un tigre al acecho de una presa herida. Era un muchacho de unos catorce o quince años, cuerpo fibroso y curtido por las inclemencias del sol llanero. Se acercó al cuerpo aún tembloroso del coronel, cuya cabeza estaba medio sumergida en el arroyo y la sangre fluía a borbotones de una gran herida en el pecho. Con la punta del pie se la hizo girar y le gritó a todo pulmón: ¡Las familias decentes se respetan ñocarajo! Y se fue caminando por el sendero de tierra negra.




2 comentarios:

Lilisú dijo...

Excelente "Julian" me remonté imaginariamente a aquella epoca que cuentan en los libros de la guerra federal venezolana.
tienes un toque para describir las cosas de manera que uno se "siente" en el escenario como si estuviera alli. Impresionante.
te felicito!

Julian dijo...

Gracias querida Grilla, tu comentario es muy generoso. Un abrazo

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