Escritores venezolanos. Conversando y Escribiendo

Este Blog es para unir a un grupo de escritores Venezolanos que quieren compartir sus experiencias, impresiones y escritos. Somos un equipo. Somos amigos. Somos Creativos. Somos escritores.

lunes, 22 de abril de 2013

MICROVIRTUALES


Así como no se hizo la miel para la boca del asno, tampoco se hizo la Asamblea para los militares.

viernes, 12 de abril de 2013

BESOS DE MELOCOTÓN

Mi madre no era como las demás. No me llevaba al colegio y tampoco me iba a buscar, no me hacía la comida, no sonreía, casi siempre estaba acostada. Mi abuela me explicó que mamá estaba en cura de sueño porque le faltaba litio en la sangre y que la depresión es una enfermedad muy difícil de sobrellevar porque el enemigo está en  la cabeza de quien la sufre. En los años 60 poco se sabía cómo lidiar con este mal, tomaba somníferos, infusiones especiales y hacía psicoterapia.
Por ser mi madre, seguramente me quería mucho pero yo era la criatura más solitaria del mundo. El espeso lodazal en que me sentía perdida y sin afecto se alimentaba de la tristeza de mamá y el áspero trato que me daba mi abuela.  La penumbra tras las gruesas cortinas le quitaba el color a mis juguetes. Rutinariamente cuando papá regresaba del trabajo yo ya estaba dormida. Durante mis primeros años, cuando aún no asistía al colegio, mi principal diversión era colaborar en las labores del hogar. Salir a tender la ropa me permitía mostrar mi cara al sol para liberar el espíritu. Desde afuera, nuestra casita amarilla lucía alegre junto a la montaña cubierta de flores y los pájaros me recibían con agrado. No así los niños del vecindario que solían burlarse de mi cuerpo torpe y regordete cuando al pasar entonaban la terrorífica canción “gorda panza de agua, gorda panza de agua”.
Aún en caso de que fuesen amables conmigo, mi abuela desconfiaba de todos los vecinos y no me habría dejado salir a jugar con ellos. Ella temía que me hiciera daño o me contagiasen algún mal. Solía decir “Con una enferma en casa es más que suficiente” y me pedía que no le diera más preocupaciones.   
Yo constantemente confundía el mudo que retorcía mi estómago con un apetito que no lograba saciar.  La amarga sensación de fardo inútil hacía que me aferrara aún más a la dulzura de mis golosinas.
Mi mundo mejoró cuando, comencé las actividades escolares. Me encantaba estudiar y utilizar el uniforme del colegio me hacía sentir miembro de una comunidad, de un grupo, aunque sus miembros, la mayoría vecinos, no me hablasen ni fuesen mis amigos.  Poco a poco me convertí en la mejor de la clase y, como mostraba interés, la maestra me daba mucho cariño, en especial me gustaba cuando decía “el colegio es vuestro segundo hogar y los maestros vuestros padres”. Solía conversar con ella acerca del tratamiento de mamá y me daba buenos consejos.
Para ese entonces mi padre cambió de trabajo y algunas tardes regresaba temprano, lo que me daba ocasión de mostrarle mis progresos académicos.  La única asignatura que realmente odiaba era educación física. Me costaba mucho seguir los ejercicios, me cansaba muy rápido y, para colmo, se burlaban de mí con motes realmente ofensivos como “cabeza de manteca”.  Era frecuente que tuviera que abandonar la clase llorando a esconderme en el baño ante tanto bochorno. Ya me había ocurrido esto en varias clases de gimnasia cuando un chico, un poco mayor que yo, vino a consolarme. Se trataba de José Luis, el hijo de un profesor, que solía practicar lanzamientos de pelota en  la canasta de baloncesto al lado de la sección del patio donde yo recibía mi abominable sesión de torturas. Ese día me interceptó justo antes de entrar al baño diciendo “Valórate, mira dentro de ti, nadie más lo puede hacer en tu lugar”, “Cálmate, tú puedes cambiar esta situación”. Al momento pensé que era otro cretino burlón ya que su cara me parecía conocida del vecindario pero al mirar su rostro comprendí que realmente quería ayudarme. Sin pensarlo lo abracé mientras se me salía el alma en cada lágrima. Me brindó un zumo de melocotón y me animó con su charla. Sólo sé que conseguí gran alivio y él logró que me comprometiese a hacer aerobics tres veces por semana al salir de clases en las canchas del colegio.  Mi abuela se enteró de que estos encuentros no formaban parte de las actividades escolares pero decidió no comentárselo a mi padre. Con paciencia y mucho apoyo moral mi amigo fue transformando mi odio por los ejercicios físicos en un verdadero placer.
Algunas chicas del colegio comentaban “¿Cómo es posible que un tipo tan ideal le preste atención a una criatura tan rara y fofa?”
José Luis comenzó a defenderme de los ataques que solían hacerme hasta que, meses después, cesaron por completo.
Nos hicimos grandes amigos. Algunas tardes venía a casa a jugar tanto con muñecas, a la casita, como con pistolas, a policías y ladrones. Un día  cuando hacíamos de familia a la hora de la comida, después del postre de melocotón, me dio lentamente un suave y dulce beso en los labios.
Mi abuela progresivamente fue valorando la ayuda que mi amigo me brindaba y hasta mi padre, que no aprobaba que yo estuviese con ningún chico tanto tiempo, lo aceptó con afecto.
Nos contábamos tanto las preocupaciones como las alegrías y con el paso del tiempo nos hicimos novios. No sólo lo admiraba por su flexibilidad y agilidad  corporal sino por sus habilidades sociales, además, era muy dulce conmigo. Cuando Jóse cumplió los 12 años sus padres le regalaron una guitarra y comenzó a recibir clases, entonces venía a casa para enseñarme lo que él iba aprendiendo.
Junto con algunos amigos solíamos escuchar canciones de Pink Floyd como  “Money”, “Mother”; de Jimi Hendrix como “Hey joe“, “Castles Made Of Sands”, “All along watchtower” y de Led Zeppelin como “Whole Lot Of Love” , “Stairway To Heaven”. También solíamos ver con gran entusiasmo los torneos de «Magic» Johnson, Michael Jordan y Allen Ezail Iverson.
Los miércoles Jóse prestaba un servicio voluntario con los jóvenes de la iglesia entrenando baloncesto. Tenía ya 18 años, guapo y muy querido por toda la comunidad mientras yo tenía 16 años y, gracias a la actividad deportiva con él, no sólo bajé considerablemente de peso, sino que gané algunas amistades como Carlos, que era de su edad, aficionado a las bromas pesadas y a la fotografía. Agradezco a Carlos que una tarde nos tomó, por sorpresa, una foto en medio de un jardín muy hermoso que había junto al colegio. En la foto aparecíamos José Luis y yo sentados en la grama, tomando un zumo de melocotón. Quedó plasmada en aquella imagen todo un mundo de hermosos sentimientos y el sabor de momentos muy especiales para nosotros dos.
Mi padre le tomó aún más afecto a Jóse cuando hacíamos intentos de animar a mi madre a caminar o correr con la intención de que mejorase su condición. También organizamos un grupo de oración por su salud con los jóvenes de la iglesia que él entrenaba pero no fueron muchos los progresos pues ella recaía una y otra vez. 
Un miércoles en la tarde lo ví pasar de prisa con su pelota hacia la iglesia, no pasó a saludarme supuse que por falta de tiempo, pensé “No importa, lo veo luego cuando venga a  tocar la guitarra” y me recosté, como de costumbre, junto a mi madre. Al cabo de más o menos una hora alguien tocó aceleradamente a la puerta, sobresaltada comprobé que era Carlos. Al abrirle noté que lucía pálido, me dijo, atropellando las palabras, algo que apuñaleó mi estómago,  una noticia que ardió en mis entrañas, me dijo “Tenemos que hacer algo… se llevaron a José Luis en ambulancia al hospital”. Después de unos instantes de estupor, zarandeé a Carlos para arrancarle una sonrisa que delatara su broma pesada pero su sudor frío y la mirada desconsolada me advirtieron que no mentía. Grité “Abuela me voy… Jóse me necesita” pero, en el instante en que cerraba la puerta de casa tras de mí, apareció mi padre que venía llegando con muy mal semblante, parecía asustado y dijo “José Luis está muy mal… ahórrate el disgusto de verle”, contesté alzando la voz, “Tengo que verle…” y él de forma imperativa en un tono aún más alto insistió, “No, no lo verás … Sé lo mucho que significa para ti, te estoy evitando un disgusto mayor … créeme …tienes que dejar que los paramédicos actúen sin distracciones, lo llevan al hospital para intentar salvarle la vida”
“¿Qué estás diciendo papá?”, grité con la voz entrecortada.
“A José Luis le dio un paro cardíaco quizás fulminante… presencié cómo los paramédicos trataron de revivirlo antes de subirlo a la ambulancia. Sólo nos queda rezar”.
Golpeé las paredes, grité desesperada, quería ir aún sin permiso pero ya Carlos se había ido y  yo no sabía llegar a emergencias por mi cuenta. Necesitaba comprobarlo por mí misma, no podía creer que mi querido novio se había ido para siempre. En un instante una fuerza oscura me arrancó el alma de cuajo.
Para evitar que mamá se alterara, en medio de mi griterío, papá me sacó a la fuerza fuera de casa,  me agarró por los hombros y me dijo que había quedado muy impresionado con lo que él mismo presenció junto a la ambulancia y no quería que yo pasase por eso.
Y, sin respetar mis sentimientos, me prohibió, enérgicamente que fuese a verle.
No sé cuánto tiempo estuve llorando en el suelo junto a la puerta mientras mi padre repetía obstinadamente  “No, no lo verás… te estoy evitando un disgusto mayor… Recuerda de él sólo los ratos felices que compartieron”. Esas palabras eran dagas que se clavaban en mi pecho.
También me prohibió asistir al velatorio y al entierro que se realizó al día siguiente. Estuve muda y ausente durante días, me encontré en medio de las sombras en las que habitaba mi madre. A ratos me llegaba un soplo de optimismo, una idea fija de que todo había sido una pesadilla y pronto llegaría con su luz y mi alegría de vuelta pero mis esperanzas quedaron congeladas en una prolongada espera.
Papá, temiendo que no me recuperase nunca, hizo todos los arreglos necesarios para una mudanza intempestiva. Ya nunca volvería a sobar aquel sofá donde compartimos tantas complicidades, lo único que me quedaba de él era aquella foto que daba testimonio de mi convivencia con mi ángel protector.
Meses después de su partida, murió mi abuela, ya debilitada por la edad, tuvo complicaciones de la diabetes que padecía.  Sin su apoyo, nos vimos obligados a recluir a mi madre en un psiquiátrico para que recibiera la atención necesaria. Fue duro afrontar esta situación pero fui emocionalmente fuerte como lo habría querido novio.  
He contemplado, casi todos los días, la única foto que daba testimonio de lo vivido mientras venían imágenes y sus palabras de aliento a mi memoria pero con el tiempo dejé de torturarme tan a menudo ante aquella foto hasta que un día desapareció y ya no la he vuelto a conseguir. Ya han transcurrido dos amargos años en los cuales he sentido muy profundo el vacío de su ausencia y he echado en falta la plenitud que me brindaba el afecto de Jóse.
Me siento agradecida con la vida por haberlo conocido, amado, acompañado y compartido tan bellas experiencias pero hoy decido aceptar su partida. Sólo recordaré lo dulce y bonito de nuestra relación: Sus besos de melocotón, sus deseos de superación personal, el afecto con que alimentó mi autoestima. Sé que estará orgulloso de mí por ser fuerte para seguir adelante.
Así como un día una insoportable situación abrió el camino para algo maravilloso, que fue el hecho de conocerlo, hoy  decido que la dolorosa pérdida de nuestra foto sanará este profundo dolor.
Me enseñó que con constancia se alcanzan metas insospechadas así como de tanto intentar encestar ya lo hacía maravillosamente, así mismo, a través de estos dos años de tratar de asimilar su partida hoy siento que lo he logrado.
“José Luis, no me pude despedir de ti, fue repentino y extremadamente triste pero por el amor que te tengo, hoy te dejo descansar en paz. El tiempo vivido contigo me hizo fuerte. GRACIAS”.

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