Escritores venezolanos. Conversando y Escribiendo

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miércoles, 20 de mayo de 2009

TEMOR EN EL CIELO






Corría el año de 1976. La mañana se anunciaba fresca y soleada. A bordo reinaban el entusiasmo y la camaradería. Unos, entonaban canciones de moda de Oscar de León y su “Dimensión Latina”, otros gastaban bromas a sus compañeros de equipo y los más, aguardaban impacientes al reencuentro con sus novias, familiares y amigos.

En general, simulaban una actitud despreocupada; sin embargo, a todos abrumaba una tensión interior, como una ansiedad, una incertidumbre y, a la vez, una animosidad inusitada ante la singular experiencia que les aguardaba.

De entre todos, Juan de Dios lucía entre lo más tensos. Taciturno e inexpresivo había sido ya advertido por sus compañeros; en particular por Ramón Colina, su paisano y amigo de infancia, ambos oriundos de Curimagua, un pueblito de la sierra falconiana. Por ello sin más esperar lo abordó.

-¿Qué es lo que te pasa que te veo tan preocupado y tan ausente?
-Tú mejor que ninguno, sabes que nunca me he montado en un avión.

-¿Y qué hay con eso? Tampoco yo he tenido esa experiencia y aquí estoy tranquilo y sin nervios.

Juan de Dios, alzando el mentón y con aspecto sombrío miró fijamente a su amigo e iba a ripostarle, cuando el autobús se detuvo en la alcabala. Un policía militar los conduciría al área de operaciones tácticas donde un oficial instructor y dos maestros de salto les esperaban.

Quince minutos más tarde, los cuarenta jóvenes cadetes abordaron el avión militar. Previamente, fueron puestos a punto a punto los aditamentos y el equipo fundamental: Paracaídas principal y emergencia, casco de fibra, casco de acero, arneses y fusil de asalto. Luego de treinta y cinco días de duro entrenamiento, había llegado el momento crucial. Los jóvenes se hallaban dispuestos uno al lado del otro y cara a cara con sus compañeros de fila opuesta. Juan de Dios era de los últimos en la fila contraria.

Aquella aeronave militar era similar al fuselaje que habían utilizado para sus prácticas en tierra: los asientos eran toscos, entretejidos con cuerdas y cinta de nylon color tierra. El piloto y copiloto se alzaban un metro treinta por encima de sus cabezas en sus puestos de mando en la cabina. Se trataba de un viejo B-29, mudo testigo y actor de primera línea quizá, en las cruentas batallas que se libraron durante la segunda guerra mundial: “CaronÍ” - podía leerse en sus costados -

Encendidos los motores, el avión inició lentamente su desplazamiento hacia la cabecera de pista. El ruido era ensordecedor. Ahora comprendía mejor que nunca la razón por la cual los instructores hacían tanto énfasis en la comunicación por señas manuales en el interior del avión.

El aparato se elevó poco más de los cinco mil doscientos pies de altura. Un bombillo rojo dispuesto en el techo era el elemento indicador de que el viento se mantenía a una velocidad superior a los doce nudos reglamentarios. Otro, de color verde, significa que se estaba sobre la zona de salto y en las condiciones favorables para arrojarse de la aeronave.

Tenía ya sincronizados mentalmente los pasos a seguir a cada señalización manual: levantarse, avanzar, pararse en la puerta y esperar la palmada en la pantorrilla. En ese momento debía lanzarme al vacío.

Reflexionaba sobre el exigente entrenamiento recibido en la torre cuando, intempestivamente, se encendió el bombillo verde. A cada indicación del maestro de salto, los muchachos respondían con movimientos rápidos, precisos y sincronizados. Una fuerte sacudida y la pérdida momentánea del sentido de la orientación debido a la posición irregular de mi cuerpo en el vacío, pude experimentar durante tres larguísimos segundos.

De seguidas, me encontré flotando en el cielo aragüeño. Podía apreciar la laguna, la autopista, la ciudad de Maracay, poblaciones aledañas y la tierra en toda su majestuosidad, mientras que a mi alrededor, decenas de sombrillas gigantes cobraban vida. Mis compañeros eufóricos gritaban y se llamaban por sus apodos, sacando a relucir cámaras fotográficas en un jolgorio de voces suspendidas a más de tres mil pies de altura.

Un casco de acero desprendido de uno de mis compañeros llamó poderosamente mi atención. Caía a velocidad vertiginosa. Intenté seguirlo visualmente y sentí que la tierra se me venía encima: Casi inmediatamente, un grito desgarrador y una fuerte algarabía pude percibir a mi lado izquierdo. Un bulto verdusco, enredado entre mallas y cordeles sintéticos pasó a escasos tres metros de mi humanidad, al tiempo que el maestro de salto lanzado en picada y en caída libre, maniobraba tratando de darle alcance.

Haciendo uso de mis binoculares de campaña, traté de seguir al máximo cuanto acontecía a mis pies. No obstante, la proximidad de la tierra me pareció una vorágine presta a engullirme. Pude apreciar sin embargo, cómo a pocos metros de la superficie se abrió un paracaídas… ¡era el del maestro de salto! Casi de manera simultánea, Juan de Dios se estrella a poco menos de los doscientos kilómetros por hora. Su cuerpo casi se incrusta en el suelo, quedando convertido en una masa informe.

Al momento que toqué tierra, todo era confusión y estupefacción entre mis compañeros: dos ambulancias ululando sus sirenas llegaron prestas al sitio del suceso.

Los restos de Juan de Dios fueron trasladados a su lar nativo allá en la sierra.
Mientras rendíamos honores a nuestro compañero muerto, vino a mi memoria imágenes de nuestra infancia y el recuerdo de gratas vivencias de nuestra época de estudiantes pueblerinos. Fue un muchacho vivaz e inteligente. Juntos ingresamos a la Academia Militar y abrigaba grandes expectativas en hacerse oficial de infantería, estimulado quizá por los relatos de la lucha antiguerrillera que durante los años sesenta se libró en tierras falconianas. Días antes de su deceso tuvo varias premoniciones, las cuales refirió en una carta a su novia de Maracay.

Una semana más tarde, en un día sin brisa y con un sol mediatizado por un cielo parcialmente encapotado, realizaba el quinto y último salto para ser considerado aprendiz de paracaidista. No había ya para entonces el entusiasmo inicial entre el grupo. Tampoco en tierra, amigos ni familiares que nos aupasen. El recuerdo de nuestro compañero fallecido parecía acompañarnos en cada salto ejecutado.

En Curimagua, en plena época de sequía, extrañamente los campos han enverdecido y los cardones se han vestido de flores.



Autor: Reinaldo Colmenares Pérez

6 comentarios:

Lilisú dijo...

Excelente narrativa.! mantuvo el suspenso y en ningun momento decae la trama, muy bueno.!

Reinaldo Colmenares dijo...

Gracias amiga! Me complace que te haya gustado. Felicidades!!

gabriela dijo...

hola amigo me encenta la inspiración con que escribe....

gabriela dijo...

hola amigo me encenta la inspiración con que escribe....

Reinaldo Colmenares dijo...

gracias Gabriela. Muchas gracias por tu comentario.

Unknown dijo...

me gusta!!

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